Uno de los rasgos más destacables de la raza mongoloide, junto al pelo negro y lacio, la nariz hundida, el tono amarillo de la piel y la prominencia de los pómulos, es la forma rasgada y oblicua de los ojos.
Claro está que esta distinción facial propia de los orientales no es un capricho de la naturaleza, sino que obedece a una necesidad adaptativa. Efectivamente,, en las distintas razas humanas, tanto anchura como la altura y la oblicuidad de los ojos, así como el color, vienen condicionados por factores climáticos, en especial la intensidad luminosa. Para proteger el sistema visual del exceso de luz y fuertes destellos --por ejemplo del hielo, de arena del desierto, rocas--, que pueden dañar estructuras tan delicadas como la retina, la abertura entre el párpado superior y el inferior se hace más estrecha. De esta forma, el organismo consigue limitar la cantidad de luz que penetra en los ojos.
Popularmente se piensa que el ojo achinado o mongólico, como es conocido, se debe a que el globo ocular posee forma de almendra, algo que es totalmente falso. La fisonomía del ojo mongoloide viene en realidad determinada, además por la estructura ósea facial, por lo que los antropólogos llaman la brida mongoloide y el repliegue palpebral superior. Este último, que se monta en el párpado superior, está constituido en su parte interna por una bolsita de grasa que hace que el párpado parezca hinchado y las pestañas más cortas, aunque la longitud de éstas es idéntica a la de las otras razas, como la mediterránea.
La brida mongoloide, que también puede presentarse de forma ocasional en otras razas, acentúa aún más la anatomía rasgada del ojo. Se trata de una doblez cutánea que prolonga hacia dentro el repliegue palpebral para cubrir la carúncula lacrimal --pequeña prominencia en el lado inferior del ojo--, y desaparece confundiéndose con la piel del rostro.
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