A principios de la década de 1890, John Milne, un geólogo que impartía clases en el Colegio Imperial de Ingeniería de Tokio, desarrolló junto a sus colegas el primer sismógrafo preciso, un instrumento que servía para registrar los temblores de tierra, que se daban con frecuencia en Japón y que a veces resultaban devastadores. Pocos años después, el fuego destruyó la casa de Milne, su observatorio científico y los todos los datos sobre terremotos que había recopilado durante más de una década de trabajo en Japón. Desalentado, pero no vencido, Milne volvió a su Gran Bretaña natal, donde para el cambio de siglo había establecido un método de mayor envergadura y más audaz para el estudio de terremotos: una red de 27 instrumentos distribuidos por todo el imperio británico. En el momento de su muerte, en 1913, 40 estaciones situadas en todo el mundo estaban comenzando a definir el patrón global de la localización de terremotos.
John Milne
Un sismógrafo registra las vibraciones producidas por un movimiento repentino en una falla que genera varios tipos de "temblores" u ondas sísmicas, vibraciones de atrás hacia delante, de lado a lado y de arriba a abajo. Los primeros sismólogos consiguieron distinguir dos tipos de ondas sísmicas que se mueven a distinta velocidad. Las ondas P o primarias, que contraen y dilatan alternativamente la materia que encuentran en su camino, llegan primero al instrumento, trazando una línea ondulada en un gráfico. Las ondas S o secundarias, que tienden a oscilar como una serpiente, formando ángulos rectos con su dirección de movimiento, se propagan más despacio y presentan un compás sísmico más irregular. El intervalo entre la llegada de los dos tipos de ondas puede utilizarse para calcular la distancia entre la estación de seguimiento y el epicentro del terremoto, el punto de la superficie de la tierra situado encima del foco subterráneo o el origen de los movimientos. Las distancias obtenidas de tres estaciones sismográficas distintas permiten triangular el epicentro y situarlo con precisión en un mapa.La red de Milne marcaba el comienzo de la capacidad para detectar y localizar terremotos mediante detección remota, una importante aportación a la ciencia y a la propia sociedad. Pero pronto los sismólogos se dieron cuenta de que los instrumentos también ofrecían un método para explorar el misterioso interior del planeta. Al comienzo de la Primer Guerra Mundial, una serie de investigadores habían estudiado el comportamiento de las ondas sísmicas para deducir una estructura planetaria compuesta por capas concéntricas: un núcleo interno (aunque existían discrepancias de si era sólido o líquido) cubierto por una capa intermedia de roca densa, el manto, que comenzaba alrededor de 30 millas (50 kilómetros) por debajo de la parte externa de la corteza de la superficie.
En contra de todas las bases de conocimiento anteriores, un meteorólogo alemán causó un revuelo en el mundo de la geología con su aventurada teoría sobre la naturaleza de la superficie de la tierra. En 1915, Alfred Wegener publicó El origen de los océanos y continentes, en el que afirma que el saliente de Brasil y la depresión de la parte sudoeste de África encajan perfectamente, como piezas de un puzzle. Sostenía que los dos continentes habían estado unidos en el pasado y después de habían separado. Para mostrar más pruebas del desplazamiento de los continentes, o "deriva" continental, como se tradujo la palabra alemana original, Wegener hizo referencia a los fósiles de un mesosaurio, un reptil de 270 millones de años de antigüedad que sólo se encontró en el este de Sudamérica y en el oeste de África. La mayoría de los geólogos de su generación explicaban estas similitudes suponiendo que existía un puente de tierra que los conectaba y que posteriormente se había hundido en el fondo del océano. Sin embargo, Wegener suponía que los restos de huesos del mesosaurio se habían encontrado en lugares tan distantes porque estas regiones se habían separado hacía unos 125 millones de años, separando lentamente los grupos de fósiles del mesosaurio. Los continentes que conocemos en la actualidad antes formaban un único supercontinente, al que denominó Pangea.
Pangea y Alfred Wegener
El meteorólogo no sabía con certeza cómo se habían movido estos enormes bloques, pero sugirió que la fuerza centrífuga de la Tierra y la fuerza gravitacional del Sol y la Luna los podrían haber impulsado por la corteza oceánica. Muchos geofísicos relevantes estaban convencidos de que dichos mecanismos no eran suficientes para tal tarea. Sin embargo, en 1929, Arthur Holmes de Inglaterra, partidario de esta teoría, sugirió que el flujo convectivo de la roca calentada del manto situado bajo la corteza podría proporcionar la fuerza motriz necesaria, es decir, que cuando el material rocoso que se encuentra en las profundidades del manto se calienta, se vuelve menos denso y sube a la superficie, donde se enfría y se hunde para posteriormente volver a calentarse y subir de nuevo. Sin ninguna otra prueba de este tipo de mecanismo, la teoría de la deriva continental consiguió atraer a pocos adeptos
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