El año en que Obama perdió su “audacia”
Empezó el 2010 con todo, pero fue diluyéndose su poder de seducción a causa de pasos equivocados, cuestiones azarosas y el crecimiento de los conservadores, de la mano de la recesión, que no da treguaSILVIA AYUSO De la agencia DPA ¿Qué pasó? No sólo la Casa Blanca debe estarse haciendo esta pregunta a la hora de elaborar un balance del 2010, el año en el que Barack Obama bordeó el ecuador de su presidencia y en el que toda la “audacia” que lo llevó a convertirse en el jefe de Estado del país más poderoso del mundo parece haberse disipado, dejando a su gobierno en un estado defensivo ante una oposición que no sólo no ha cedido ni un milímetro, sino que, por el contrario, logró agigantar su poder. Y eso que el año no había comenzado tan mal. Obama entró en el 2010 con un Nobel de la Paz bajo el brazo, que, aunque él mismo consideraba inmerecido, demostraba, cuanto menos, la confianza –o deseos– que la comunidad internacional seguía depositando en él. A comienzos de abril pareció que estaba a la altura de esas expectativas cuando anunció, junto con su par ruso, un nuevo acuerdo estratégico de reducción de armas, conocido como START (por su sigla en inglés).
Un mes antes, había logrado, además, culminar su máxima apuesta doméstica al convertir en ley, con su firma, la “histórica” reforma de la salud, tras casi un año de lucha a brazo partido con los republicanos e, incluso, con su propio Partido Demócrata. Pero la promesa estrella de su campaña lo llevó, a la par, a gastar prácticamente todo el capital político del que venía gozando, invertido en un proyecto que puso más de uñas aún a la oposición republicana y cuyos beneficios sociales y económicos tardarán todavía años en probarse. No son pocos los que apuntan a que ahí está el principal problema del mandatario norteamericano: su apuesta a programas de beneficios a largo plazo –y a costa de engordar aún más un déficit de ceros, casi ya incalculables– cuando el país sigue sin lograr salir de la profunda recesión en que lleva varios años, incapaz, sobre todo, de hacer descender una cifra de desempleo, que para buena parte de la sociedad estadounidense constituye el único medidor que cuenta.
Todo ello ante una oposición que desde el primer día de su presidencia dejó en claro que no le iba a conceder ni una sola victoria política a Obama, promesa que en el 2010 cumplió a rajatabla, aprovechándose para ello del crecimiento de un movimiento ultraconservador popular, el Tea Party, que ha sabido capitalizar al máximo su mensaje radical de “menos gasto, menos gobierno”. En el plano nacional, Obama se vio, además, confrontado con una catástrofe inesperada: el derrame de petróleo en el Golfo de México tras la explosión de una plataforma de la británica BP, que ni el Gobierno ni los mayores expertos del mundo fueron capaces de contener durante meses y que acabó convirtiéndose en el mayor desastre ecológico de Estados Unidos, dejando a su paso una gran mancha no sólo en las aguas del Atlántico, sino también en la hoja del ejecutivo norteamericano. La esfera internacional tampoco fue la más favorable. Afganistán, Irak, Irán o Corea del Norte siguieron siendo muros ante los que tropezó la Casa Blanca una y otra vez.
En setiembre, el gobierno de Obama anunció con bombos y platillos un nuevo esfuerzo de paz en Cercano Oriente que, sin embargo, con el paso de las semanas amenaza con estancarse de igual forma que todos los realizados por sus predecesores. Y a punto de acabar el año, el tan proclamado START sigue sin recibir la confirmación final del Senado, donde la oposición se ha declarado dispuesta a negarle hasta el final cualquier éxito. Pero, sin dudas, el trago más amargo del gobierno de Obama se produjo a comienzos de noviembre, con las elecciones legislativas. Por mucho que no sorprendiera a nadie la derrota demócrata, que perdió la mayoría en la Cámara de Representantes y retuvo por la mínima la del Senado, supuso un duro golpe para una Casa Blanca que vio cómo se le complicaba más que nunca su ya de por sí difícil proyecto de gobierno.
La prueba más fehaciente de lo que se le avecina la tuvo en el período de lame duck, o pato cojo, con que acaba el año el Congreso, a la espera de que con el 2011 se inaugure el cuerpo legislativo renovado en noviembre: un no constante a las propuestas demócratas y un presidente obligado a tragarse el sapo de hacer suya la prolongación de las exenciones fiscales, incluso para los ricos, contra las que tanto había proclamado, con tal de conseguir un mínimo de apoyo a otros de sus proyectos políticos. Todo ello de cara a un año, el 2011, en el que se afilarán definitivamente los cuchillos de la carrera presidencial, que deberá empezar a definirse y ante la que, por primera vez en mucho tiempo, empiezan a surgir cuestionamientos sobre si Obama tiene verdaderamente posibilidades de ser reelegido o si se debería buscar a un candidato con renovada audacia.
El 2010 y su catástrofe petrolera en Estados Unidos
Para los habitantes de la costa estadounidense del golfo, el oro negro se convirtió en el 2010 en veneno negro. El peor desastre petrolero en la historia de Estados Unidos generó una sensación de inseguridad en muchas personas. La gente anhela el regreso a la normalidad. David Camardelle no tiene ningún deseo especial para el 2011 que viene. Sólo que no se repita lo que vivió el año que está a punto de terminar. Horrorizado, el alcalde de Grand Isle recuerda los ocho meses pasados, cuando su pequeña ciudad insular, en el sur del estado de Luisiana, llegó a estar en el centro de una catástrofe ecológica. Una enorme marea negra que causó mucho miedo en Estados Unidos y consternación en el mundo y cuyas consecuencias aún no han sido superadas ni mucho menos.
Grand Isle simboliza, más que ninguna otra ciudad situada a orillas del Golfo de México, la tragedia sin precedentes que se desató el 20 de abril, cuando la plataforma petrolera Deepwater Horizon, de la compañía británica BP, se incendió tras un accidente. Once trabajadores murieron. Dos días después, la plataforma se hundió. Al irse a pique, rompió un conducto a una profundidad de 1.500 metros. Se fugaron al mar 780 millones de litros de crudo. BP tardó tres meses, después de sufrir fuertes contratiempos, en cerrar el fatídico pozo. En algún momento, la marea negra llegó a contaminar el litoral en una extensión de más de 1.000 kilómetros. Y hasta hoy aún no han desaparecido totalmente las manchas de petróleo y las bolas de crudo. Las hermosas playas de Grand Isle fueron unas de las primeras adonde llegó la marea negra. Para una isla que, al igual que toda la región, vive de la pesca, el turismo y también de la extracción de petróleo, fue el desastre total. Se les prohibió a los pescadores hacerse al mar y los turistas, asustados, dejaron de viajar la costa del golfo.
Muchos de los 1.500 habitantes de Grand Isle viven hasta hoy de cheques girados por BP. Esos pagos de emergencia terminaron a finales de noviembre. Quien necesita más dinero tiene que solicitar una indemnización o presentar una demanda contra BP, explica Kenneth Feinberg, que fue nombrado por el Gobierno de Estados Unidos administrador del fondo de indemnización de 20.000 millones de dólares (unos 80.000 millones de pesos) destinado a las víctimas del derrame de crudo. Los pescadores y los hoteleros no pueden renunciar a esa ayuda económica, pero por encima de todo anhelan la vuelta a la normalidad. “Necesitamos que vuelvan los turistas. Queremos playas limpias y mariscos en buen estado”, dice Camardelle. Sin embargo, casi nadie se atreve a pronosticar que eso bastaría para que los estadounidenses vuelvan pronto a pasar sus vacaciones en Luisiana, Florida, Alabama o Misisipi.
“Muchos medios aseguraban que toda la costa del golfo estaba afectada”, se queja Kim Chapman, quien realiza trabajos de publicidad para balnearios de Alabama, cuya costa apenas si fue afectada por la marea negra. Según el instituto económico británico Oxford Economics, tan sólo el sector del turismo en el sur de Estados Unidos sufrió pérdidas por 23.000 millones de dólares. Una comisión de investigación creada por el presidente Barack Obama llegó a la conclusión, contrariamente a lo que muchos denunciaban, de que BP no tenía la culpa del siniestro por haber descuidado, supuestamente por afán de lucro, la seguridad de las perforaciones en alta mar.
Aun así, la comisión considera a BP responsable del desastre y critica a todo el sector petrolero en su conjunto por no estar preparado adecuadamente para tales accidentes en alta mar. Las conclusiones de la comisión también dejan muy mal parado al gobierno de Obama, al que los investigadores acusan de haber ocultado a la población durante varias semanas la verdadera magnitud del desastre. Aunque los expertos y las autoridades se percataron rápidamente de que decenas de miles de toneladas de petróleo se estaban derramando al mar diariamente, la Casa Blanca aseguró, durante mucho tiempo, que sólo 1.000 toneladas se estaban fugando del pozo de BP. Más tarde, el gobierno de Obama se veía obligado, una y otra vez, a corregir ese volumen al alza.
Más aún: la comisión critica al Gobierno de Washington por tardar más de un mes en organizar correctamente la lucha contra la marea negra. Obama sólo pasó a ocuparse personalmente de la crisis después de difundirse terribles noticias sobre aves embadurnadas de petróleo, pantanos contaminados en el delta del Misisipi y la prohibición de pescar en aguas costeras. “La peor catástrofe que jamás haya tenido que afrontar Estados Unidos”, reconoció el presidente, que prometió establecer duras normas de seguridad para el sector petrolero.
Sin embargo, medio año después del desastre, el gobierno de Obama volvió a autorizar perforaciones en alta mar, con el argumento de que el sector había hecho grandes avances para reducir los riesgos. Los críticos replicaron que también para Obama el poder de la industria petrolera en Estados Unidos es demasiado grande. Obama se halla ante un dilema difícil: si pretende, como afirma, reducir la dependencia de Estados Unidos del petróleo importado, no puede al mismo tiempo ahuyentar a la propia industria petrolera estadounidense estableciendo normas más rígidas. Estados Unidos se enfrenta con una dura competencia en el mundo: en pleno desastre en el Golfo de México, Brasil anunció la explotación de un yacimiento petrolífero frente a la costa situado a una profundidad 3.500 metros mayor que el pozo de BP frente a la costa estadounidense./
Un mes antes, había logrado, además, culminar su máxima apuesta doméstica al convertir en ley, con su firma, la “histórica” reforma de la salud, tras casi un año de lucha a brazo partido con los republicanos e, incluso, con su propio Partido Demócrata. Pero la promesa estrella de su campaña lo llevó, a la par, a gastar prácticamente todo el capital político del que venía gozando, invertido en un proyecto que puso más de uñas aún a la oposición republicana y cuyos beneficios sociales y económicos tardarán todavía años en probarse. No son pocos los que apuntan a que ahí está el principal problema del mandatario norteamericano: su apuesta a programas de beneficios a largo plazo –y a costa de engordar aún más un déficit de ceros, casi ya incalculables– cuando el país sigue sin lograr salir de la profunda recesión en que lleva varios años, incapaz, sobre todo, de hacer descender una cifra de desempleo, que para buena parte de la sociedad estadounidense constituye el único medidor que cuenta.
Todo ello ante una oposición que desde el primer día de su presidencia dejó en claro que no le iba a conceder ni una sola victoria política a Obama, promesa que en el 2010 cumplió a rajatabla, aprovechándose para ello del crecimiento de un movimiento ultraconservador popular, el Tea Party, que ha sabido capitalizar al máximo su mensaje radical de “menos gasto, menos gobierno”. En el plano nacional, Obama se vio, además, confrontado con una catástrofe inesperada: el derrame de petróleo en el Golfo de México tras la explosión de una plataforma de la británica BP, que ni el Gobierno ni los mayores expertos del mundo fueron capaces de contener durante meses y que acabó convirtiéndose en el mayor desastre ecológico de Estados Unidos, dejando a su paso una gran mancha no sólo en las aguas del Atlántico, sino también en la hoja del ejecutivo norteamericano. La esfera internacional tampoco fue la más favorable. Afganistán, Irak, Irán o Corea del Norte siguieron siendo muros ante los que tropezó la Casa Blanca una y otra vez.
En setiembre, el gobierno de Obama anunció con bombos y platillos un nuevo esfuerzo de paz en Cercano Oriente que, sin embargo, con el paso de las semanas amenaza con estancarse de igual forma que todos los realizados por sus predecesores. Y a punto de acabar el año, el tan proclamado START sigue sin recibir la confirmación final del Senado, donde la oposición se ha declarado dispuesta a negarle hasta el final cualquier éxito. Pero, sin dudas, el trago más amargo del gobierno de Obama se produjo a comienzos de noviembre, con las elecciones legislativas. Por mucho que no sorprendiera a nadie la derrota demócrata, que perdió la mayoría en la Cámara de Representantes y retuvo por la mínima la del Senado, supuso un duro golpe para una Casa Blanca que vio cómo se le complicaba más que nunca su ya de por sí difícil proyecto de gobierno.
La prueba más fehaciente de lo que se le avecina la tuvo en el período de lame duck, o pato cojo, con que acaba el año el Congreso, a la espera de que con el 2011 se inaugure el cuerpo legislativo renovado en noviembre: un no constante a las propuestas demócratas y un presidente obligado a tragarse el sapo de hacer suya la prolongación de las exenciones fiscales, incluso para los ricos, contra las que tanto había proclamado, con tal de conseguir un mínimo de apoyo a otros de sus proyectos políticos. Todo ello de cara a un año, el 2011, en el que se afilarán definitivamente los cuchillos de la carrera presidencial, que deberá empezar a definirse y ante la que, por primera vez en mucho tiempo, empiezan a surgir cuestionamientos sobre si Obama tiene verdaderamente posibilidades de ser reelegido o si se debería buscar a un candidato con renovada audacia.
El 2010 y su catástrofe petrolera en Estados Unidos
Para los habitantes de la costa estadounidense del golfo, el oro negro se convirtió en el 2010 en veneno negro. El peor desastre petrolero en la historia de Estados Unidos generó una sensación de inseguridad en muchas personas. La gente anhela el regreso a la normalidad. David Camardelle no tiene ningún deseo especial para el 2011 que viene. Sólo que no se repita lo que vivió el año que está a punto de terminar. Horrorizado, el alcalde de Grand Isle recuerda los ocho meses pasados, cuando su pequeña ciudad insular, en el sur del estado de Luisiana, llegó a estar en el centro de una catástrofe ecológica. Una enorme marea negra que causó mucho miedo en Estados Unidos y consternación en el mundo y cuyas consecuencias aún no han sido superadas ni mucho menos.
Grand Isle simboliza, más que ninguna otra ciudad situada a orillas del Golfo de México, la tragedia sin precedentes que se desató el 20 de abril, cuando la plataforma petrolera Deepwater Horizon, de la compañía británica BP, se incendió tras un accidente. Once trabajadores murieron. Dos días después, la plataforma se hundió. Al irse a pique, rompió un conducto a una profundidad de 1.500 metros. Se fugaron al mar 780 millones de litros de crudo. BP tardó tres meses, después de sufrir fuertes contratiempos, en cerrar el fatídico pozo. En algún momento, la marea negra llegó a contaminar el litoral en una extensión de más de 1.000 kilómetros. Y hasta hoy aún no han desaparecido totalmente las manchas de petróleo y las bolas de crudo. Las hermosas playas de Grand Isle fueron unas de las primeras adonde llegó la marea negra. Para una isla que, al igual que toda la región, vive de la pesca, el turismo y también de la extracción de petróleo, fue el desastre total. Se les prohibió a los pescadores hacerse al mar y los turistas, asustados, dejaron de viajar la costa del golfo.
Muchos de los 1.500 habitantes de Grand Isle viven hasta hoy de cheques girados por BP. Esos pagos de emergencia terminaron a finales de noviembre. Quien necesita más dinero tiene que solicitar una indemnización o presentar una demanda contra BP, explica Kenneth Feinberg, que fue nombrado por el Gobierno de Estados Unidos administrador del fondo de indemnización de 20.000 millones de dólares (unos 80.000 millones de pesos) destinado a las víctimas del derrame de crudo. Los pescadores y los hoteleros no pueden renunciar a esa ayuda económica, pero por encima de todo anhelan la vuelta a la normalidad. “Necesitamos que vuelvan los turistas. Queremos playas limpias y mariscos en buen estado”, dice Camardelle. Sin embargo, casi nadie se atreve a pronosticar que eso bastaría para que los estadounidenses vuelvan pronto a pasar sus vacaciones en Luisiana, Florida, Alabama o Misisipi.
“Muchos medios aseguraban que toda la costa del golfo estaba afectada”, se queja Kim Chapman, quien realiza trabajos de publicidad para balnearios de Alabama, cuya costa apenas si fue afectada por la marea negra. Según el instituto económico británico Oxford Economics, tan sólo el sector del turismo en el sur de Estados Unidos sufrió pérdidas por 23.000 millones de dólares. Una comisión de investigación creada por el presidente Barack Obama llegó a la conclusión, contrariamente a lo que muchos denunciaban, de que BP no tenía la culpa del siniestro por haber descuidado, supuestamente por afán de lucro, la seguridad de las perforaciones en alta mar.
Aun así, la comisión considera a BP responsable del desastre y critica a todo el sector petrolero en su conjunto por no estar preparado adecuadamente para tales accidentes en alta mar. Las conclusiones de la comisión también dejan muy mal parado al gobierno de Obama, al que los investigadores acusan de haber ocultado a la población durante varias semanas la verdadera magnitud del desastre. Aunque los expertos y las autoridades se percataron rápidamente de que decenas de miles de toneladas de petróleo se estaban derramando al mar diariamente, la Casa Blanca aseguró, durante mucho tiempo, que sólo 1.000 toneladas se estaban fugando del pozo de BP. Más tarde, el gobierno de Obama se veía obligado, una y otra vez, a corregir ese volumen al alza.
Más aún: la comisión critica al Gobierno de Washington por tardar más de un mes en organizar correctamente la lucha contra la marea negra. Obama sólo pasó a ocuparse personalmente de la crisis después de difundirse terribles noticias sobre aves embadurnadas de petróleo, pantanos contaminados en el delta del Misisipi y la prohibición de pescar en aguas costeras. “La peor catástrofe que jamás haya tenido que afrontar Estados Unidos”, reconoció el presidente, que prometió establecer duras normas de seguridad para el sector petrolero.
Sin embargo, medio año después del desastre, el gobierno de Obama volvió a autorizar perforaciones en alta mar, con el argumento de que el sector había hecho grandes avances para reducir los riesgos. Los críticos replicaron que también para Obama el poder de la industria petrolera en Estados Unidos es demasiado grande. Obama se halla ante un dilema difícil: si pretende, como afirma, reducir la dependencia de Estados Unidos del petróleo importado, no puede al mismo tiempo ahuyentar a la propia industria petrolera estadounidense estableciendo normas más rígidas. Estados Unidos se enfrenta con una dura competencia en el mundo: en pleno desastre en el Golfo de México, Brasil anunció la explotación de un yacimiento petrolífero frente a la costa situado a una profundidad 3.500 metros mayor que el pozo de BP frente a la costa estadounidense./
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