domingo, 20 de noviembre de 2011


La Atlántida y los científicos

Aristóteles, que fue alumno de Platón y luego fundó una escuela filosófica en competencia con la de éste, tomó el abrupto final del relato platónico acerca de la Atlántida como prueba concluyente de que la isla sumergida sólo había existido en la imaginación del filósofo, y observó sucintamente: “Aquel que la creó la ha destruido...”

A partir de entonces, Aristóteles se convirtió en el primero de una larga lista de escépticos respecto a la existencia del continente perdido, en una polémica que se ha prolongado durante siglos e incluso milenios.

La comunidad académico-histórica oficial y, en menor grado, el mundo científico, han observado desde hace tiempo el problema de la Atlántida con escepticismo, incredulidad e incluso hilaridad. Los historiadores, como es natural, muestran muy poco entusiasmo por la “historia intuitiva”, basada en “memorias de raza”, que es la base de una gran parte de la literatura que se ha vertido acerca de la isla de Platón. Además, cualquier examen serio de la teoría atlántica, incluso si estuviera fundamentado en lo que ya ha sido descubierto, echaría por tierra muchos de los dogmas existentes acerca de la civilización primitiva y obligaría a una reelaboración de nuestra historia antigua. Sin embargo, gracias a las nuevas técnicas de investigación arqueológica, en la tierra o en pantanos o bajo el mar, de restauración y especialmente de precisión de fechas históricas, gran parte del misterio debe quedar resuelto en un futuro no muy lejano.

Acepte uno la teoría de la Atlántida o no, el estudio del problema tiene un efecto casi hipnótico, no sólo en aquellos interesados en demostrar la existencia de la isla, sino también en quienes se han dedicado a demostrar que se trata de un sueño o una falsedad. Por ejemplo, uno de los mejores y más completos libros sobre la materia escritos en español concluye que el estudio del problema es una pérdida de tiempo, pese a los años que el propio autor le ha dedicado. Algunas veces, obras “anti-atlánticas” como ésta han proporcionado inadvertidamente nuevas pruebas que refuerzan la teoría atlántica, tras hacer un examen detallado de las distintas-fuentes y estudios.

No obstante, el hecho cierto es que el mundo oficial de la investigación y la historia sigue sin convencerse, debido a la falta de pruebas más concretas. Pero los modernos partidarios de la Atlántida tienen una respuesta para ello en la obra del gran autor del siglo XIX, Donnelly, cuando dice:
Durante mil años se creyó que las leyendas de las ciudades enterradas de Pompeya y Herculano eran mitos. Se hablaba de ellas como de “las ciudades fabulosas” y, durante mil años también, el mundo de la cultura no dio crédito a las narraciones de Heródoto acerca de las maravillas de las antiguas civilizaciones del Nilo y de Caldea. Le llamaron “el padre de los mentirosos” e incluso Plutarco se burló de él. Ahora, ...cuanto más profundas y completas se hacen las investigaciones modernas, mayor es el respeto que se siente por Heródoto...
Donnelly anota también que la circunnavegación de África por los egipcios, en tiempos del faraón Ne-cao, merecía dudas, debido a que los exploradores informaron que el Sol estaba al norte de ellos tras cierto período de navegación a lo largo de la costa, dando a entender que habían cruzado el Ecuador. En otras palabras, la prueba misma de su viaje fue la causa de la posterior incredulidad. (Sin embargo, ahora nos demuestra que los navegantes egipcios anticiparon en más de dos mil cien años el descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por Vasco de Gama.)

Podrían agregarse numerosos ejemplos de incredulidad a éste que nos proporciona Donnelly: la negativa a creer en la existencia del gorila y el okapi antes de que se encontrasen ejemplares de estos animales “míticos”. Recientemente, se hallaron también los “dragones” de Komodo. En el campo de la ciencia, recordemos sólo una de las muchas creencias refutadas: la posibilidad de transmutar metales, algo que es posible, según ha demostrado la ciencia moderna, y que ha resultado digno de los esfuerzos realizados durante todas las épocas por los alquimistas.

En arqueología, además de los casos de Pompeya y Herculano, en que los descubrimientos reivindicaron la leyenda, habría que señalar también las dudas muy generalizadas que existían acerca de los informes sobre “ciudades indígenas perdidas” en la jungla de América Central antes de su descubrimiento en el siglo XIX y antes del verdadero furor arqueológico que los hallazgos desencadenaron. Por otra parte, durante mucho tiempo se creyó que las inscripciones persas, babilónicas y asirías del Oriente Medio eran elementos decorativos, y no signos de un lenguaje escrito, hasta que fueron descifradas y proporcionaron una historia detallada de una zona que los habitantes nativos de la época habían ignorado u olvidado por completo.

Tal vez la más notable de todas las evidencias obtenidas en arqueología fue la de Heinrich Schliemann, quien, en 1871, descubrió Troya, o al menos una serie de ciudades superpuestas en Hissarlik, Turquía, el lugar donde se supone que se hallaba emplazada. Y, durante mucho tiempo, Troya también había sido considerada un mito. Cuando era joven, Schliemann se vio influido por un litograbado de la guerra troyana que mostraba las enormes murallas de la ciudad. Su tamaño le llevó a creer que era imposible que hubiese desaparecido por completo.

Mientras desarrollaba una brillante carrera como hombre de negocios, prosiguió sus estudios sobre la época homérica, hasta que finalmente abandonó su carrera en 1863, en busca de Troya, cosa que consiguió basándose fundamentalmente en los escritos clásicos de que disponía. Su descubrimiento sirvió para dar un enorme impulso a la arqueología moderna. Posteriormente hizo importantes descubrimientos en Micenas y en otros lugares.

Algunos especialistas le han criticado por su excesiva prisa por afirmar que sus hallazgos —sin duda importantes— correspondían en realidad a lo que buscaba, al objeto de su investigación. Por ejemplo, la hermosa máscara de oro de Agamenón, en Micenas, es sin duda máscara de alguien, pero no se ha demostrado aún que fuera la de Agamenón.

Debido a una serie de circunstancias muy curiosas, las actividades de un nieto de este famoso e intuitivo arqueólogo han acarreado un considerable desprestigio a la teoría de la Atlántida. En un artículo escrito para los periódicos de la cadena Hearst, en 1912, Paul Schliemann sostuvo que su abuelo, que durante mucho tiempo había estado interesado en el tema de la isla sumergida, escribió poco antes de su muerte, en 1890, una carta sellada que debía ser abierta por un miembro de su familia, el cual habría de dedicar su vida a las investigaciones que en ella se señalaban.

Paul afirmó también que una hora antes de su muerte, su abuelo agregó un post-scriptum abierto con las siguientes instrucciones: “Rompa el cántaro con la cabeza en forma de búho. Examine su contenido. Se refiere a la Atlántida”. Según él, no abrió la carta, que estuvo depositada en un banco francés hasta 1906. Cuando finalmente la abrió, supo que su abuelo había encontrado durante sus excavaciones en Troya un cántaro de bronce que contenía algunas tabletas de barro, objetos metálicos, monedas y huesos petrificados.

El cántaro tenía una inscripción en que se leía en escritura fenicia:
“Del rey Cronos de la Atlántida”.
Según Paul Schliemann, su abuelo había examinado un vaso de Tiahuanaco y encontrado en el interior restos de cerámica de la misma composición química, y objetos metálicos de una aleación idéntica, compuesta de platino, aluminio y cobre. Llegó a la convicción de que estos diversos objetos estaban relacionados por medio de un punto central de origen: la Atlántida.

Según el mismo Paul Schliemann, su abuelo prosiguió sus muy productivas investigaciones, encontrando diversos papiros manuscritos en San Petersburgo referentes a la prehistoria de Egipto. Uno de ellos hablaba de una expedición por mar realizada por los egipcios en busca de la isla-continente. Estos trabajos fueron realizados en secreto (cosa que, en realidad, sería bastante impropia de Heinrich Schliemann) hasta su muerte.

El joven Schliemann escribió que había realizado sus propias investigaciones antes de regresar a París y rompió el cántaro con la cabeza en forma de búho, en el que encontró un disco metálico blanco, mucho más ancho que el cuello del cántaro “en uno de cuyos costados había grabados extraños signos y figuras que no se parecen a nada que yo haya visto, en escrituras o jeroglíficos”. En el otro lado había una inscripción fenicia arcaica:
“...Procedente del templo de las murallas transparentes”. Entre otras piezas de la colección de su abuelo, Paul afirmó haber encontrado un anillo de aleación desconocida, una estatuilla de elefante labrada en un hueso petrificado y un mapa que había utilizado un navegante egipcio que andaba a la búsqueda de la Atlántida. (¿Sería posible que lo hubiese obtenido en préstamo en el museo de San Petersburgo durante sus investigaciones?) Prosiguiendo sus propias pesquisas en Egipto y África, Paul Schliemann halló otros objetos del misterioso metal que le llevaron a pensar que había reunido cinco eslabones de una cadena: “Las monedas de la colección secreta de mi abuelo, la moneda del cántaro de la Atlántida, las monedas del sarcófago egipcio, la moneda del cántaro de América Central y la cabeza (metálica) de la costa de Marruecos”.
Un observador neutral podría equiparar la preocupación de Paul Schliemann por encontrar monedas misteriosas con un deseo muy comprensible de ganar más dinero moderno, especialmente porque primero ofreció su historia a una cadena de periódicos y luego ninguno de sus hallazgos resistió una investigación seria. Las palabras finales de su artículo acerca de sus descubrimientos fueron: “Si quisiera decir todo lo que es, se acabaría el misterio”.

Esta es sin duda una de las declaraciones más insólitas de la historia de la investigación científica. Si las afirmaciones de una persona están respaldadas por reliquias o utensilios que pueden tocarse y examinarse, no hay duda de que están dentro de un terreno sobre el cual las instituciones oficiales, históricas y científicas, poseen autoridad para rechazarlas o aceptarlas como verdaderas.

Pero gran parte de la investigación atlántica se ha orientado en otras direcciones, como la de una memoria colectiva de raza, los recuerdos basados en la reencarnación, los recuerdos heredados e incluso el espiritismo. Tales investigaciones están necesariamente fuera, tanto del alcance como del campo propio del trabajo académico. Estas formas espirituales o incorpóreas de abordar la cuestión de la Atlántida desde varias fuentes han suscitado una gran variedad de información. Parte de ella coincide con las teorías atlánticas generales, pero otra es sorprendentemente distinta.

Edgar Cayce constituye un ejemplo de lo que acabamos de decir. Profeta clarividente e investigador en psiquiatría, murió en 1945, pero su colección de “entrevistas psíquicas” se ha convertido en la base de la fundación que lleva su nombre y que también se llama Asociación para la Investigación y la Cultura. Esta institución tiene su sede en Virginia Beach y cuenta con centros en diversas ciudades norteamericanas y en Tokio, y presenta las características de un movimiento en el que la Atlántida ocupa un lugar importante.

Las entrevistas de Gayce son el resultado de sus recuerdos personales acerca de encarnaciones anteriores propias y las de otros individuos “leídas” por él. Alrededor de setecientas de las entrevistas concedidas por este vidente a lo largo de varios años, para responder a preguntas que se le formulaban mientras se hallaba en trance, se refieren específicamente a acontecimientos de la historia ocurridos en la época de la Atlántida y a predicciones que aún deben cumplirse, como en el caso del templo “atlántico” submarino, frente a las costas de las Bimini. Un hallazgo futuro particularmente interesante ha de ser el de una cámara sumergida que contiene documentos atlánticos, que se producirá como anticipación de la nueva emersión de la isla-continente. La cámara sellada será descubierta siguiendo las líneas de las sombras proyectadas por el sol de la mañana al caer sobre las patas de la esfinge.

En las conferencias de Cayce, la isla de Platón se sigue desde sus orígenes hasta su edad de oro, con sus grandes ciudades de piedra provistas de todas las comodidades modernas, como medios de comunicación de masas, transporte aéreo, marítimo y terrestre, y algo que aún no hemos alcanzado, como es la neutralización de la gravedad y el control de la energía solar por medio de cristales eléctricos o “piedras de fuego”.

El mal uso de estos cristales provocó dos de los cataclismos que acabarían por destruir la Atlántida. A diferencia de lo que ocurre en nuestra época, existía una conexión entre las invenciones materiales y la fuerza espiritual, así como una mayor comprensión y comunicación con los animales, hasta que el materialismo y la perversión pusieron fin a la edad de oro.

El deterioro de la civilización atlántica hizo que su destrucción resultara segura, de acuerdo con los relatos de Cayce. El descontento de la población, la esclavitud de los obreros y las “mezclas” (productos de cruces de hombres y animales), el conflicto entre los “hijos de la Ley de Uno” y los depravados “hijos de Belial”, los sacrificios humanos, el adulterio y la fornicación generalizados y el mal uso de las fuerzas de la naturaleza, especialmente la utilización de “piedras de fuego” para el castigo y la tortura, fueron algunos de los elementos que contribuyeron al desastre.

Otros investigadores en ciencias ocultas y psiquiatría, como W. Scott Elliot, Madame Blavatsky y Rudolph Steiner, se basan en el ocultismo para obtener su información. Su opinión general es que la Atlántida provocó su propia destrucción, porque se dejó ganar por el mal. Esta es una opinión que comparten no sólo Spence y el historiador ruso Merezhowski, sino también Platón y los autores del Génesis y de las leyendas de inundaciones cuando describen la perversidad del mundo anterior a la inundación.

En cuanto al relato de Cayce acerca del deterioro o autodestrucción de la Atlántida, basta sustituir las palabras “maldad” por “materialismo” y “los cristales” o las “piedras de fuego” por “la bomba” y se obtiene un mensaje muy interesante, que proviene de una época anterior al comienzo de la era atómica, pero que resulta aplicable a nuestro tiempo. Las profecías de Cayce sobre el resurgimiento de la Atlántida serían muy dudosas bendiciones si se cumplieran, ya que la ciudad de Nueva York “desaparecerá en su mayor parte”, y la costa oeste “será destrozada” y casi todo Japón “se hundirá en el mar”.

No es extraño, pues, que los neoyorquinos, californianos y japoneses tengan el mayor interés en que Cayce se equivoque, aunque hemos de decir que sus anteriores predicciones sobre disturbios raciales, asesinatos de presidentes y terremotos en el valle del Mississippi, resultaron inquietantemente correctas.

La investigación psíquica no se considera todavía fuente fiable para establecer la verdad histórica, de manera que el voluminoso material psíquico acerca de la Atlántida representa solamente una parte de la literatura especializada que, en el mejor de los casos, merece un calificativo de “sin comentarios” de parte de la comunidad científica o arqueológica.

Todos aquellos que comparten la creencia en la existencia de la isla-continente y el deseo de comprobarla han formado organizaciones, cuyas actividades han servido algunas veces para debilitar, en lugar de fortalecer, la aceptación generalizada de la Atlántida como un ente histórico. En Francia este tipo de instituciones florecieron durante el período transcurrido entre las dos guerras mundiales.

Les Amis d’Atlantis (Los amigos de la Atlántida), fundada por Paul Le Cour, publicaba también una revista con el nombre de la isla platónica. Otro grupo, la Societe d’Études Atlantéennes (Sociedad de Estudios Atlánticos) tuvo un revés moral y físico cuando una de sus reuniones en la Sorbona fue interrumpida por el estallido de bombas lacrimógenas arrojadas por algunos miembros que aparentemente preferían estudiar la cuestión atlántica en forma intuitiva y no científica.

El presidente de la sociedad, Roger Dévigne, admitió en un informe posterior que la sociedad “está afectada por el descrédito que legítimamente se han ganado estos sueños, a los ojos del mundo científico”, y luego menciona la “prudente desconfianza” que inspiraba el aspecto de algunos socios que “usaban emblemas atlánticos en sus solapas, en su camino hacia picnics atlánticos...”

Sin embargo, los escritos de otros atlantólogos han sido objeto de un minucioso y generalmente reprobador examen por los microscopios de la “institucionalidad”. El estilo imaginativo y visionario de los libros sobre el tema resulta de por sí molesto para los arqueólogos, que prefieren teorías concretas, sin el agregado de la poesía. El “Continente Perdido” es un tema tan romántico que los poetas se han inspirado en él muchas veces, y como no dejan de citarse en la mayoría de los libros sobre la isla sumergida, el tema de la Atlántida da más una impresión de fantasía que de realidad.

Aunque son neutrales en cuanto a la poesía atlántica, los autores contrarios a la tesis de la isla-continente suelen ser tan rotundos a la hora de negar la posibilidad de que haya existido, como sus partidarios al apoyarla. Como ejemplo de estas posiciones negativas, se puede citar el informe del doctor Ewing, de la Universidad de California, que “pasó trece años explorando la cordillera del Atlántico central” y “no encontró rastro alguno de ciudades sumergidas”. ¿No es éste uno de esos casos en que se dice: “la busqué y no pude encontrarla, así que obviamente no existe”?

Si los palacios y templos de la Atlántida yacen destrozados y arruinados en los terrenos de la Atlántida, deben estar cubiertos por una gran cantidad de sedimentos y lodo, de manera que resultaría difícil encontrarlos e identificarlos, después de miles de años, sirviéndose tan sólo de un sistema de “verificación parcial”. Algo parecido ocurriría si los viajeros del espacio, después de lanzar redes al azar sobre la Tierra desde sus platillos volantes y durante sus viajes nocturnos, sin ver dónde las echaban, las recogieran y, al comprobar que no habían caído en ellas ni animales ni personas, concluyesen que no existe vida sensorial en el planeta.

Incluso las ciudades submarinas del Mediterráneo han sido descubiertas en épocas comparativamente recientes y en aguas relativamente poco profundas. La elevación general del nivel del mar que ha venido produciéndose desde la época clásica, ha provocado la desaparición bajo las aguas de amplios sectores de ciudades muy conocidas en la historia y que en la actualidad deben ser estudiadas mediante excavaciones y utilizando nuevas técnicas especialmente desarrolladas por la arqueología submarina.

Entre estas ciudades o sectores de ciudades sumergidas se encuentra Baiae, una especie de Las Vegas de la Antigüedad, y muchas otras situadas en la costa occidental de Italia, en los alrededores de Nápoles, en la costa adriática de Yugoslavia y también en sectores de Siracusa, en Sicilia, Leptis Magna, en Libia, Cencrea, el puerto de Corinto, en Grecia, y los viejos muelles de Tiro y Cesárea, por mencionar solamente algunos.

Sin duda que aún quedan muchos hallazgos arqueológicos por descubrir. Los campos que Aníbal utilizó como zona de adiestramiento, antes de su invasión de Roma, yacen bajo aguas poco profundas, frente a Peñíscola, en la costa oriental de España. Cousteau nos habla de su hallazgo de una carretera pavimentada en el fondo del océano, mar adentro en el Mediterráneo, por el cual nadó hasta verse obligado a volver a la superficie, pero que luego no pudo volver a encontrar. Helike se hundió frente al golfo de Corinto, en un terremoto, pero permaneció visible en el fondo durante cientos de años.

En realidad, era una atracción turística para los visitantes romanos de Grecia, que pasaban sobre el lugar en sus embarcaciones, admirando las ruinas visibles en el agua transparente, sobre todo la estatua de Zeus, que aún podía verse de pie en el fondo del mar. Esta ciudad se está buscando de nuevo en la actualidad y tal vez yace bajo los sedimentos, en las profundidades del golfo, o se halla sepultada bajo tierra, debido a fenómenos sismológicos.

No todas las ciudades sumergidas, reales o imaginarias, están en el Mediterráneo. Ni mucho menos. En la India, frente a Mahabalipuram, en Madras, existen restos que ahora están siendo sometidos a investigación, y en el golfo de México, cerca de Cozumel, hay edificios submarinos presumiblemente de origen maya. En la Unión Soviética hay una ciudad sumergida en la bahía de Bakú, y se han extraído fragmentos de paredes decoradas con bajorrelieves de grabados de animales e inscripciones.

La tradición bretona sitúa la ciudad sumergida de Ys bastante cerca de la costa francesa. El hundimiento de Ys fue aparentemente provocado por Dahut, la hija de Gradlon, rey de los Ys, que abrió las compuertas de la ciudad con una llave robada, durante una borrachera con su amante y para ver qué ocurriría. El rey fue advertido y pudo ponerse a salvo en las tierras altas, galopando en su caballo, perseguido por las aguas.

Aparte de su significado en cuanto a la existencia de la delincuencia juvenil en la época primitiva, hace referencia probablemente a casos reales de establecimiento de colonos en la costa francesa que fueron luego cubiertos por el mar. Hace muchos años se produjo un importante reflujo de las aguas frente a la costa de Bretaña y durante un corto lapso quedaron a la vista en el fondo del mar unos amontonamientos de rocas que aparentemente eran construcciones. Sin embargo, las aguas volvieron a cubrirlas y el mar volvió a su nivel normal.
 
Estas ciudades perdidas y sumergidas en el Mediterráneo pueden presentar perspectivas muy interesantes, pero ¿cuál es su relación con la Atlántida? Existen varios elementos de contacto indudables. Un escritor que ha dedicado muchas energías a rebatir la tesis de Platón ha sugerido que durante la época civilizada no se han producido considerables hundimientos de terreno en el Mediterráneo. Lo cierto es, sin embargo, que las investigaciones realizadas en el fondo del Mediterráneo demuestran lo contrario. Un arqueólogo, dedicado a la búsqueda de los brazos de la Venus de Milo en el área próxima a Melos, en el mar Egeo, dio inesperadamente con las ruinas de una ciudad sumergida a unos 130 metros bajo la superficie, con caminos que salían hacia destinos ignotos y que descendían a una profundidad aún mayor.

Las ruinas submarinas que yacen en el fondo del Pacífico, frente a la costa del Perú y que fueron descubiertas por el doctor Menzies en 1966, a 200 metros de profundidad, aportarán pruebas más concluyentes cuando sean estudiadas -si alguna vez lo son-, acerca de la extensión de los hundimientos de terreno, en el período histórico en que el hombre ha tenido el suficiente nivel de civilización como para construir ciudades.

Quienes critican la teoría de la Atlántida creen que los que la sustentan no son otra cosa que visionarios o irresponsables; que la Atlántida nunca existió, que la tierra no se hundió en épocas históricas hasta el punto de hacer desaparecer un continente, y por último, de acuerdo con la “teoría de los desplazamientos continentales”, que nunca pudo existir porque no había lugar para ello, dada la forma de los continentes.
Forma en que los continentes encajarían unos con otros, según la teoría del “desplazamiento continental” de Wegener, Esta última referencia está en relación con la teoría de Wegener sobre el desplazamiento continental.

Sea que se comprenda o no su significado o explicación, lo cierto es que se trata de una tesis que al menos pueda ser verificada por cualquiera que tenga a su alcance un mapa del mundo y un par de tijeras. Porque, si se corta cada uno de los continentes por los bordes! puede apreciarse que algunos coinciden exactamente! como las piezas de un rompecabezas.

Esto es particularmente notable en la costa oriental de Brasil y la costa occidental de África, así como en la parte oriental de África y la costa occidental de Arabia, y la costa oriental de Groenlandia y occidental de Noruega. Incluso los tipos de roca y la formación de la tierra parecen ser idénticos en uno y otro.

Este fenómeno ya había sido advertido por otros geógrafos, como Humboldt, por ejemplo, mucho antes de que Alfred Wegener basara en él su teoría del “desplazamiento continental”. Wegener (que murió en 1930, trabajando como científico en las tierras heladas de Groenlandia tratando de probar sus teorías) pensaba que, originalmente, todos los continentes habían estado unidos en una sola masa terrestre, que luego se dividió para formar los que ahora conocemos, que desde entonces se han estado separando, como enormes islas flotantes en la sima de la corteza terrestre.

Según se cree, algunas masas terrestres, como Groenlandia, se están desplazando con mayor rapidez que otras. Un informe señalaba que Groenlandia estaba en curso de separación hacia Occidente, a un ritmo de más de quince metros por año. Nos vienen a la memoria los roedores noruegos que hemos citado como algo notable por el recuerdo instintivo que mostraban acerca de la Atlántida en su intento suicida de nadar hacia Occidente. (¡Tal vez no intentaban otra cosa que llegar a Groenlandia!)

Si la teoría del deslizamiento continental es correcta, y si todos los continentes pueden encajar unos en otros, ¿dónde deberíamos situar la Atlántida? La respuesta es: aproximadamente donde antes, porque aunque algunos de los continentes se encajan con toda exactitud, la unión de otros dejaría espacios considerables, especialmente en la región del Atlántico en la que la cordillera meso-atlántica se ensancha. De hecho, toda ella es como un reflejo de las formas que muestran la línea del límite occidental de Europa y África y la del límite oriental del continente americano.

De ahí que, al separarse los continentes, ciertas tierras quedaron atrás y luego se sumergieron. O sea que incluso en una teoría que a primera vista parece negar la existencia de la Atlántida, su presencia viene a constituir como la pieza que falta para completar un rompecabezas o resolver un misterio.

Los detractores de la teoría atlántica se han visto auxiliados en su afán de destruirla por algunos de sus demasiado exuberantes patrocinadores, así como también por algunos errores evidentes en sus informes. Donnelly y otros, que escribieron en una época en que la antropología estaba relativamente poco desarrollada, atribuyeron afinidades raciales a pueblos distantes, que luego se han demostrado falsas. En el campo de las similitudes de lenguaje, en cambio, son más vulnerables.

Le Plongeon, que hablaba la lengua maya, sostuvo que esa lengua era en una tercera parte “griego puro”. ¿Quién había llevado a América el idioma de Hornero?, o ¿quién llevó a Grecia el de los mayas? Puesto que ambos son todavía lenguas vivas, aquello era y es algo fácil de rebatir. Además, como hemos visto, Le Plongeon relaciona con gran entusiasmo los sistemas de escritura maya y egipcio, en circunstancias que no tienen un vínculo aparente, salvo que en ambos se utilizan símbolos.

Algo parecido ocurre con el chiapanac de los indios de México, que según se dice está relacionado con el hebreo, tal vez como consecuencia de la emigración de las diez tribus perdidas. Y con el de los indios otomíes, que se parecía al chino (debido a sus características tonales), lo mismo que el de los mandanes, que se asemeja al gales.

Casi todos los escritores “atlánticos” advierten en la referencia a la lengua vasca que se encuentra en el libro Families of Speech (Familias de Idiomas), de Farrar, una prueba del puente idiomático precolombino con América que habría existido por intermedio de la Atlántida. Farrar escribió:
“Nunca ha habido duda en cuanto a que este aislado lenguaje, pese a conservar su identidad en un rincón occidental de Europa, entre dos poderosos reinos, se parece en su estructura solamente a las lenguas aborígenes del vasto continente opuesto (América)”.
En su esfuerzo por mostrar las relaciones existentes entre idiomas muy distantes en el espacio, Donnelly comparó palabras de varias lenguas europeas y asiáticas que según sabemos ahora estaban vinculadas a las similitudes entre los idiomas persa y sánscrito. Esto no debería sorprender a nadie, y tampoco tendría que ser considerado como parte del estudio de la Atlántida. Sin embargo, puesto que dichas relaciones no eran conocidas en su época, podríamos considerar a Donnelly como una especie de pionero lingüístico, aunque se equivocara con frecuencia.

En su búsqueda de similitudes entre el chino y el otomí, por ejemplo, citó palabras chinas que no tienen el significado que él les atribuía. Tal vez las consiguió, como el obispo Landa en el caso del “alfabeto” maya de Yucatán, de un informador muy amable pero que sencillamente no entendió sus preguntas. Esto es algo corriente tanto para los lingüistas de entonces como los de ahora.

Además, Donnelly suele colocarse en situaciones difíciles, al presentar por ejemplo la palabra “huracán”, en distintos idiomas europeos y americanos, como una prueba de la difusión precolombina. Ese término correspondía al nombre del dios de las tormentas del Caribe, Hurakán, y existe en inglés, “hurricane”; en francés, “ourigan”; en español, “huracán”; en alemán, “Orkan”, etc. Lo que no tuvo en cuenta fue que la palabra no existió en esos idiomas antes del descubrimiento de América y de las durísimas experiencias vividas por los marinos europeos durante las tormentas tropicales del Caribe. No obstante, pese a todas las conclusiones obviamente apresuradas, y a las numerosas interpretaciones erróneas que abundan, hay algunos aspectos que resulta difícil desechar.

Se tiene la sensación de que existe algo más profundo, un recuerdo común de tradiciones culturales y religiosas, lenguas e historia perdida; algo similar a la relación entre las nueve décimas partes del iceberg que se hallan sumergidas en el agua y la décima parte que aparece en la superficie. Esa podría ser la explicación de que, a la manera del ave fénix que renace constantemente, la leyenda atlántica siga provocando oleadas de interés de una generación a otra y sobreviva a todas las críticas.
Forma en que los continentes encajarían unos con otros, según la teoría del “desplazamiento continental” de Wegener, Esta última referencia está en relación con la teoría de Wegener sobre el desplazamiento continental.














Sea que se comprenda o no su significado o explicación, lo cierto es que se trata de una tesis que al menos pueda ser verificada por cualquiera que tenga a su alcance un mapa del mundo y un par de tijeras. Porque, si se corta cada uno de los continentes por los bordes! puede apreciarse que algunos coinciden exactamente! como las piezas de un rompecabezas.














Esto es particularmente notable en la costa oriental de Brasil y la costa occidental de África, así como en la parte oriental de África y la costa occidental de Arabia, y la costa oriental de Groenlandia y occidental de Noruega. Incluso los tipos de roca y la formación de la tierra parecen ser idénticos en uno y otro.










Este fenómeno ya había sido advertido por otros geógrafos, como Humboldt, por ejemplo, mucho antes de que Alfred Wegener basara en él su teoría del “desplazamiento continental”. Wegener (que murió en 1930, trabajando como científico en las tierras heladas de Groenlandia tratando de probar sus teorías) pensaba que, originalmente, todos los continentes habían estado unidos en una sola masa terrestre, que luego se dividió para formar los que ahora conocemos, que desde entonces se han estado separando, como enormes islas flotantes en la sima de la corteza terrestre.














Según se cree, algunas masas terrestres, como Groenlandia, se están desplazando con mayor rapidez que otras. Un informe señalaba que Groenlandia estaba en curso de separación hacia Occidente, a un ritmo de más de quince metros por año. Nos vienen a la memoria los roedores noruegos que hemos citado como algo notable por el recuerdo instintivo que mostraban acerca de la Atlántida en su intento suicida de nadar hacia Occidente. (¡Tal vez no intentaban otra cosa que llegar a Groenlandia!)










Si la teoría del deslizamiento continental es correcta, y si todos los continentes pueden encajar unos en otros, ¿dónde deberíamos situar la Atlántida? La respuesta es: aproximadamente donde antes, porque aunque algunos de los continentes se encajan con toda exactitud, la unión de otros dejaría espacios considerables, especialmente en la región del Atlántico en la que la cordillera meso-atlántica se ensancha. De hecho, toda ella es como un reflejo de las formas que muestran la línea del límite occidental de Europa y África y la del límite oriental del continente americano.










De ahí que, al separarse los continentes, ciertas tierras quedaron atrás y luego se sumergieron. O sea que incluso en una teoría que a primera vista parece negar la existencia de la Atlántida, su presencia viene a constituir como la pieza que falta para completar un rompecabezas o resolver un misterio.










Los detractores de la teoría atlántica se han visto auxiliados en su afán de destruirla por algunos de sus demasiado exuberantes patrocinadores, así como también por algunos errores evidentes en sus informes. Donnelly y otros, que escribieron en una época en que la antropología estaba relativamente poco desarrollada, atribuyeron afinidades raciales a pueblos distantes, que luego se han demostrado falsas. En el campo de las similitudes de lenguaje, en cambio, son más vulnerables.














Le Plongeon, que hablaba la lengua maya, sostuvo que esa lengua era en una tercera parte “griego puro”. ¿Quién había llevado a América el idioma de Hornero?, o ¿quién llevó a Grecia el de los mayas? Puesto que ambos son todavía lenguas vivas, aquello era y es algo fácil de rebatir. Además, como hemos visto, Le Plongeon relaciona con gran entusiasmo los sistemas de escritura maya y egipcio, en circunstancias que no tienen un vínculo aparente, salvo que en ambos se utilizan símbolos.










Algo parecido ocurre con el chiapanac de los indios de México, que según se dice está relacionado con el hebreo, tal vez como consecuencia de la emigración de las diez tribus perdidas. Y con el de los indios otomíes, que se parecía al chino (debido a sus características tonales), lo mismo que el de los mandanes, que se asemeja al gales.














Casi todos los escritores “atlánticos” advierten en la referencia a la lengua vasca que se encuentra en el libro Families of Speech (Familias de Idiomas), de Farrar, una prueba del puente idiomático precolombino con América que habría existido por intermedio de la Atlántida. Farrar escribió:






“Nunca ha habido duda en cuanto a que este aislado lenguaje, pese a conservar su identidad en un rincón occidental de Europa, entre dos poderosos reinos, se parece en su estructura solamente a las lenguas aborígenes del vasto continente opuesto (América)”.






En su esfuerzo por mostrar las relaciones existentes entre idiomas muy distantes en el espacio, Donnelly comparó palabras de varias lenguas europeas y asiáticas que según sabemos ahora estaban vinculadas a las similitudes entre los idiomas persa y sánscrito. Esto no debería sorprender a nadie, y tampoco tendría que ser considerado como parte del estudio de la Atlántida. Sin embargo, puesto que dichas relaciones no eran conocidas en su época, podríamos considerar a Donnelly como una especie de pionero lingüístico, aunque se equivocara con frecuencia.














En su búsqueda de similitudes entre el chino y el otomí, por ejemplo, citó palabras chinas que no tienen el significado que él les atribuía. Tal vez las consiguió, como el obispo Landa en el caso del “alfabeto” maya de Yucatán, de un informador muy amable pero que sencillamente no entendió sus preguntas. Esto es algo corriente tanto para los lingüistas de entonces como los de ahora.










Además, Donnelly suele colocarse en situaciones difíciles, al presentar por ejemplo la palabra “huracán”, en distintos idiomas europeos y americanos, como una prueba de la difusión precolombina. Ese término correspondía al nombre del dios de las tormentas del Caribe, Hurakán, y existe en inglés, “hurricane”; en francés, “ourigan”; en español, “huracán”; en alemán, “Orkan”, etc. Lo que no tuvo en cuenta fue que la palabra no existió en esos idiomas antes del descubrimiento de América y de las durísimas experiencias vividas por los marinos europeos durante las tormentas tropicales del Caribe. No obstante, pese a todas las conclusiones obviamente apresuradas, y a las numerosas interpretaciones erróneas que abundan, hay algunos aspectos que resulta difícil desechar.














Se tiene la sensación de que existe algo más profundo, un recuerdo común de tradiciones culturales y religiosas, lenguas e historia perdida; algo similar a la relación entre las nueve décimas partes del iceberg que se hallan sumergidas en el agua y la décima parte que aparece en la superficie. Esa podría ser la explicación de que, a la manera del ave fénix que renace constantemente, la leyenda atlántica siga provocando oleadas de interés de una generación a otra y sobreviva a todas las críticas.









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