viernes, 16 de marzo de 2012

LA BANALIDAD DEL MAL

HANNAHCARENDT (1906-1975)

En una calle tranquila de un suburbio de Buenos Aires, una noche de mayo de 1960 unos hombres raptaron a un capataz apátrida conocido en Argentina como Ricardo Klement, un discreto hombre delgado, calvo, con pelo obscuro y gafas de concha, Los raptores fingieron que su coche había sufrido una avería, dijeron algo al hombre que acababa de llegar del trabajo en autobús, lo redujeron y lo metieron a la fuerza dentro del coche. A varios miles de kilómetros de distancia, aquel hombre volvió a aparecer en la vida pública como acusado.

Adolf Eichmann, antiguo Oberstummbannfuhrer (teniente coronel) de la SS, era uno de los criminales de guerra más buscados de entre los que habían conseguido desaparecer al término de la segunda guerra mundial. Había vivido quince años de incógnito hasta que un antiguo preso de un campo de concentración lo reconoció en una calle de Buenos Aires y unos agentes del servicio de seguridad israelí lo raptaron por orden de Ben Gurión, jefe de gobierno, de gobierno del joven Estado judío. El 11 de abril de 1961comenzó en el tribunal de distrito de Jerusalén el juicio contra el secuestrado.

Las televisiones del mundo entero mostraron cómo este hombre se sentó tras un cristal a prueba de balas, con un fajo de documentos y un micrófono dispuesto delante de él y provisto con auriculares que iban a permitirle oír la traducción de las palabras pronunciadas en hebreo. El hombre siguió el proceso nervioso y torpe; contestó con corrección a las preguntas, al parecer resignado a la marcha de los acontecimientos. A finales de 1961 el tribunal condenó a muerte a Adolf Eichmann, quien seis mese después, el 1 de junio de 1962, murió en la horca. Sus cenizas fueron lanzadas al Mediterráneo , lejos de cualquier jurisdicción. En 1963, un año después de la ejecución de Eichmann, en la revista New Yorker apareció una serie de artículos sobre el proceso: Eichmann en Jerusalén. Al poco tiempo apareció el libro con el mismo título, firmado por la politóloga judía Hannah Arendt, quien en 1933 había emigrado de Alemania. Arendt que creció en una familia burguesa liberal, al principio no había sido consciente de su condición de judía ni de lo que este significaba. Se dio cuenta de la amenaza que representaba para ella el régimen nazi cuando el 27 de febrero de 1933incendió el Reichstag, suceso que los nacionalsocialista utilizaron como pretexto para suprimer todos los derechos civiles. A partir de entonces, según Arendt, se sintió “responsable”. Fue encarcelada durante un breve periodo, y luego conseguió huir a París pasando por Karlsbad y Ginebra. A comienzo de 1940, tras la ocupación alemana de Francia, las autoridades francesas la declararon “extranjera enemiga” y la trasladaron al campo de internamiento de Gurs de donde consiguió escapar cuando la vigilancia francesa disminuyó a causa de la toma de París por la Wehrmacht. En mayo de 1941, Arendt llegó, con su marido y su madre, a Nueva York, tras haber hecho escala en Lisboa. A Partir de octubre se hizo un nombre como redactora en la revista judío-alemana Aufbau y hasta 1949 fue lectora en la editorial judía Schocken. En Alemania había estudiad filosofía con Edmund Husserl, Karl Jaspers y Martín Heidegger, con el que tuvo una breve relación amorosa, y más tarde destacó por sus trabajos de teoría política. Se hizo famosa por sus reflexiones sobre la totalitarismo del año 195), en la que el fascismo y el estilismo desde el punto de vista de la estructura de no equipar de ambos sistemas. También reflexiono sobre el declive y el fin de la denominación política. Estaba convencida de que el poder política no podía estar basado en la violencia, sino que sólo podía en existir en una sociedad libre: el poder, según Arendt, no era propiedad de nadie sino que surgía cuando las personas decidían cooperar en libertad y actuar conjunta mente. El poder así entendido, podía ser sustituido por la violencia. Los escritos de Hannah Arendt, reflejaron los conflictos de su época: la revuelta húngara de 1956 que fue sofocada por los tanques soviéticos y, más tarde, la guerra de Vietnam.

Con su reportaje sobre el juicio de Heichmam, Hannah Arendt resquebrajó las opiniones mesolidificadas que su nación y su comunidad religiosa tenían sobre el Holocausto, genocidio perpetrado por los nazis con el propósito de aniquilar el judaísmo, y que habían asesinado a casi seis millones de judíos. El hombre sometido a juicio, el antiguo Oberstumm-bannfuhrer de la SS Adolf Eichmann, había nacido en 1939, como jefe del Judenreferat (sección de asuntos judíos) de la Reichssicher-heitshauptamt (Oficina Central de Seguridad del Reich), fue el responsable de la logística de las deportaciones de millones de judíos a los guetos y a los campos de concentración. En la conferencia de Wannsee, celebrada en enero de 1942 en la que se organizó la “Solución final de la cuestión judía”, Eichmann fue el encargado de redactar el acta de la sesión.

Durante meses Hannah Arendt siguió el proceso contra Eichmann, y esperaba que esta vista pública resdultara benéfica para “superar” las terribles heridas del pasado. Habían conseguido que la revista norteamericana New Yorker la mandara como corresponsal a Jerusalén para informar sobre el proceso. El informe de Hannah Arendt, con el título completo de Eichmann in Jerusalén: A Report on the Banality of Evil (Eichmann in Jerusalén: A Report on the Banality of Evil (Eichmann en Jerusalén: Un informe sobre la banalidad del mal) desató un alud de debates enardecidos y sobre todo muchos judíos se sintieron contrariados, indignados, ofendidos. Los ataques contra el reportaje de Hannah Arendt, que pronto fueron tan numerosos y virulentos que el propio texto corría el peligro de quedar relegado a un segundo plano, se basaba en tres puntos fundamentales de crítica. En primer lugar levantó ampollas la crítica de Arendt a la legitimidad del tribunal y el procedimiento judicial. El edificio tribunal de Jerusalem estaba construido como un teatro, circunstancia que Arendt utilizó para expresar su opinión sobre el tribunal.

El segundo motivo de indignación fueron las observaciones de Arendt sobre el papel desempeñado en la “Solución final” de los nazis por los consejos judíos europeos. Arendt planteó la cuestión de si, y hasta qué punto, pasiva e incluso denunció la colaboración de algunos consejos judíos con sus asesinos alemanes. En tercer lugar, el motivo de escándalo más famoso fue la descripción del acusado como “banal”. Las reflexiones de Arendt sobre la “banalidad del mal”, sintagma que construyó el subtítulo de su libro sobre Eichmann---que, por lo se sabe, no mató personal mente a ningún ser humano, pero que desde su escritorio ordenó el asesinato de millones de personas, controló e ideó los campos de concentración a demás de organizar minuciosamente el traslado de millones de judíos a los campos exterminio el proceso no se comportó como un hombre movido por el odio, como una bestia o un monstruo sanguinario, sino que se mostró, si no como alguien simpático, sí como un hombre corriente, como el vecino de enfrente. Era algo aterrador: sus acciones eran crueles, despiadadas y de dimensiones monstruosas, pero el responsable de ellas parecía un hombre corriente, “banal” Al advertir que el mal podía aparecer (también)bajo la forma de la “banalidad”, Arendt dio una nueva dimensión al conocimiento del mal , que dejaba de ser sólo el resultado de una voluntad diabólica para convertirse, asimismo, en la incapacidad de reflexionar sobre el alcance de las propias acciones, Cuando fue entrevistado por Gunter Gaus en el programa de televisión Zur Person, Hannah Arendt llegó a decir: “Real mente creía que Eichmann era un bufón y le digo que leí y con sumo detenimiento, sus declaraciones en el interrogatorio policial 3600 página, y que no sé las veces que me llegué a reír… ¡La gente me ha tomado a mal esta reacción! Pero no evitarlo”

En esta afirmación radica el meollo del conflicto que Arendt desencadenó. La crudeza con que se expresaba, esa distancia que a veces parecía desalmada, hizo que muchos que no compartían sus opiniones la atacarán personalmente. Cada vez se discutió menos de los múltiplos matices del mal- de si el mal, si además de diabólico, como Hitler o Stalin, también podía ser banal, como en el caso de Eichmann y de muchos miles de alemanes que participaron en aquellas atrocidades—y la discusión de polarizó entre dos términos absolutos e incompatibles; ¿de qué clase era el mal que produjo el Holocausto? ¿Era un mal monstruoso o banal? Pero y la propia Hannah Arendt también acabó sucumbiendo a este pensamiento en blanco y negro.

Las conclusiones de Hannah Arendt, sobre todo por el tono frío. Distanciado y a veces petulante en que las expresó, le valieron el reproche de que no sentía compasión por el destino de los judíos y de que quitaba importancia a los crimines de Eichmann. A nadie se le ocurrió que su actitud, no podía ser una estrategia de defensa frente al horror. En Israel fue declarada persona no grata. Hasta el año 2000, treintaisiete años después de la publicación del libro en su versión original, no apareció la traducción hebrea de Eichmann en Jerusalén.

Todavía hoy la figura de Adolf Eichmann en el paradigma de todas aquellas personas que niegan la propia responsabilidad en sus acciones alegando que sólo obedecían órdenes. Hay suficientes ejemplos de personas así. Lo banal es la ausencia total, en estas personas de motivos ideológicos, su “normalidad” como seres humanos. Es posible que Hannah Arendt se dejará engañar por la imagen que el acusado quiso dar de si mismo durante el proceso, pues Adolf Eichmann fue un nacionalsocialista convencido y un arribista. Miembro de las SS, tuvo un papel activo en el diseño de la maquinaria de aniquilación del Tercer Reich y nunca se arrepintió de sus acciones. “El arrepentimiento es propio de los niños” dijo durante un interrogatorio. Su objetivo no era otro que salvar el pellejo. Con la excusa de que se había limitado a obedecer las órdenes, sus superiores sólo trataban de quitar importancia a sus acciones. La imagen banal, deliberadamente que ofreció fue la trampa en la que cayó Hannah. Arendt. Ese tipo debilucho, cobarde y apocado, aparentemente incapaz de distinguir entre el bien y el mal todavía se enorgullecía de haber sido un servidor de Hitler. La propia Hannah Arendt era consciente de la insuficiencia de su informe. En el prólogo del libro habló prudentemente de una “posible banalidad del mal” y también reconoció que el subtítulo era discutible. Lo que sigue constituyendo un mérito de ese libro es que, a pesar de la falta de solidez de sus argumentaciones, en él no se describe el mal simplemente como una realidad diabólica sino también como el resultado de la incapacidad de reflexionar sobre los efectos de las propias acciones.

Con ello, el mal ya no solo forma parte de una ideología, cosmovisión o sistema y manifiesta en la vida cotidiana, en todos nuestros congéneres, en nosotros mismos, en la medida en que dejamos de estar dispuestos asumir la responsabilidad derivada de nuestra conducta

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