martes, 21 de septiembre de 2010

El Caminante

Gente, personas… Diversas, diferentes, variadas… En grupos o individualmente. Algunos caminan conscientes, otros, la mayoría no lo están (aunque ellos creen que sí, esa es la paradoja). El dormido se cree despierto, el despierto no necesita demostrar nada pues se sabe señor de si mismo.

Cuando eres pequeño piensas que los adultos lo saben todo. Crees que son capaces de solucionar cualquier cosa. Luego creces y compruebas que tus ídolos de la infancia (padre, madre, hermano mayor, profesor, etc.), sólo son otros iguales en el camino de la vida y que puede que ni siquiera vayan por delante de ti en esa senda.

Ves y observas desde tu lugar particular esos otros que deambulan como nubes bajas sin rumbo fijo, sin objetivos claros, o con objetivos claros pero de mirar corto. Te das cuenta de que tú les ves a ellos, que eres capaz de comprender sus historias, sus problemas, pero que ellos son incapaces de comprender tu sendero. Adultos orgullosos de ser adultos sin sospechar siquiera que aún son niños y que como niños no desean oír aquello que no les place.

Luego oteas el horizonte, tratas de alcanzar cotas más altas y divisas otros seres amables que transitan a otros niveles más allá de tu sentir. Y si en algún momento, subido y afincado en tu parcela particular, sentiste en ti el sutil rastro de superioridad contemplando a los primeros caminantes, es ahora, siendo consciente de esos otros cuando una certeza golpea tu ser. Que no eres más que otro más recorriendo el camino de la vida y que como caminante, lo que más te acontece es tu propio paso, y no el paso ajeno. Ahora ya sabes lo que cuesta cada uno de esos pasos y lo que pesa el equipaje.

Es en este momento cuando empiezas a ver que el camino es un camino de toda una existencia, que no vale la pena cargar con fardos viejos, que la mejor manera de transitarlo es con optimismo, que cada cual lleva su particular paso en este baile y que no se puede forzar a nadie a seguir un ritmo que no es el propio.

Sientes que al compararte con los otros, a veces te besa la punzada de la envidia al ver a aquellos que crees más adelantados que tú y que otras te roza el leve suspiro de la soberbia al creer ser mejor que los que vienen a tus espaldas. Pero al final también comprendes, que el compararse mata y frena tu propio caminar. No hay mejores, no hay peores, simplemente hay diferentes ritmos y tonos en esta marcha. ¿No será esta manía de compararse, que brota de la propia inseguridad, la que no hace más que traer desdicha?

¿A quién has de convencer de qué? A nadie. ¿Acaso se cierra a alguna hora la meta? No. Entonces ¿a qué tanta amargura? Fardos, fardos, pesados que nos empeñamos en llevar a cuestas con cabezonería cuando lo único que hacen es impedir que el globo vuele libre. Pero fardo tras fardo, con tiempo y experiencia, se van soltando. Y es entonces cuando caminamos por el camino con la cabeza bien alta, seguros y orgullosos de quienes somos, sin miedo, alegres y silbando. Y cuando miramos hacía abajo encontramos a otros iguales, hermanos, a los que echar una mano y cuando miramos hacía arriba veremos a otros hermanos de los que aprender.

Llegará el momento en que seamos quienes realmente somos, sin tropiezos ni añadidos. Ser, sin ser. Lo que parecía complejo aparecerá sencillo a los ojos. Y sabremos que hemos llegado a buen puerto, para sólo tomar un respiro y atisbar que allá se observan nuevos horizontes que descubrir y disfrutar.

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