Un día Sidartha estaba atravesando un bosque, era un caluroso día de verano.
Sediento le dijo a su primo y discípulo Ananda:
-Hace algo más de una hora que cruzamos un arroyo. Por favor, toma mi cuenco y tráeme un poco de agua. Me siento muy cansado.
Así lo hizo Ananda, pero cuando llegó al arroyo lo acababan de atravesar varios carros de bueyes, que habían removido las hojas muertas y el cieno y lo habían convertido en un lodazal. El agua estaba tan sucia que Ananda tuvo que volver con el cuenco vacío.
Entonces le dijo a Sidartha:
-Más adelante hay un gran río. Te traeré agua de allí…
Pero el Buda insistió:
-Vuelve atrás y tráeme el agua de aquel arroyo.
Cuando Ananda, perplejo pero obediente se puso en marcha, Buda le dijo:
-Si el agua está muy sucia, no vuelvas inmediatamente. No hagas nada, sólo siéntate en silencio en la orilla y observa. Antes o después el agua volverá a bajar clara.
Ananda, molesto, vuelve de nuevo al río. Buda tenía razón: el agua está más limpia, pero todavía algo turbia. Así que se sienta contemplando su flujo Poco a poco se vuelve clara como el cristal. Entonces llena el cuenco y regresa bailando de alegría.
Entrega el agua a Sidartha y le da las gracias, pero Buda dice:
-Soy yo quien debe dártelas.
Ananda responde:
-Volví enojado al río; pero sentado en la orilla he visto que con mi mente ocurre lo mismo que con el agua. Si entro en la corriente, volveré a enturbiarla. Si salto dentro de la mente, genero confusión, empiezan a surgir problemas. He comprendido la "técnica” sentado a la orilla del arroyo.
Ahora me sentaré a la orilla de mi mente, observando lo que arrastra, sus viejas hojas, sus dolores, heridas, recuerdos, deseos…. Despreocupado y atento, me sentaré en la orilla y esperaré el momento en que todo se aclare.
Por eso fui yo quien te agradeció, Maestro.
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