Es entonces cuando se piensa en Occidente en otra tierra habitable, ajena a los tres continentes de los mapamundis y a las aguas navegables del hemisferio que se considera más o menos conocido. Los griegos, y Homero entre tantos otros, hablaban de esas "islas afortunadas" que se levantan en el corazón del océano y que son fruto de una imaginación aferrada a los relatos de los primeros fenicios que se aventuraron por el Atlántico. En el siglo VI, la leyenda irlandesa hace viajar a San Brandán hacia el Oeste hasta unas islas donde empieza un Paraíso terrenal del que nadie podría decir si es el Paraíso perdido de Adán y Eva o si es la Morada de los bienaventurados en espera del Juicio Final. En el lugar de la Morada, los navegantes del siglo XVI descubrirán las Canarias, y un infante de España no vacilará en hacerse reconocer por el papa como "Príncipe de la Fortuna". Los Padres de la Iglesia están menos seguros que Homero, pero miran a veces en la misma dirección. San Jerónimo en el siglo v, Beda el Venerable en el VIII, se inclinan por una Morada de los bienaventurados en una tierra "otra" y muy alejada. En una palabra, se mira más allá del horizonte atlántico.
Se recuerda también el cuarto continente que deja entrever Platón en el Timeo, un continente que daría oportunamente a las tierras emergidas una apariencia de simetría en latitud como en longitud. Claro que Platón no hizo obra de geógrafo. Coherente en su percepción del mundo como un conjunto de imágenes inmateriales y de la realidad como una fabricación del espíritu, el filósofo no para de dar a la ficción los colores de la historia y tiene buen cuidado de no trazar él mismo la demarcación entre la fábula significante y lo real significado.
El cuento tiene los colores de esos combates míticos que oponen fuera de las edades a los hombres y a los gigantes, a los seres de la tierra y los del mar, a las fuerzas del Bien y las del Mal. Es un viejo sacerdote de la diosa Neith -la Gran Diosa de Saís- el que, según Critias, quien relata el asunto a Sócrates, pone en guardia en el siglo VI al legislador de Atenas, Solón. Grecia, dice, no conoce nada de su propia historia, sino los tiempos recientes de que informan los relatos de los propios griegos. Todo empieza, para el ateniense, con Homero. "No tenéis ninguna opinión antigua que provenga de una vieja tradición, ni ninguna ciencia lavada por el tiempo."
En eso, el ateniense se porta como un niño para quien el mundo empieza el día de su nacimiento. Pero el Egipto de los sabios tiene la custodia de una tradición aún mis antigua, y posee así la clave de la historia antigua de Atenas. Solón se entera pues de que nueve mil años antes, Atenas fue la dudad por excelencia -la excelencia aristocrática según Platón- y que confundía entonces sus orillas con las del mundo mediterráneo. Atenea le había "dado en heredad esa organización". Pero había otra potencia, opuesta en todo: una "potencia insolente". Su mundo estaba en el Oeste, su espacio era una isla más allá de las Columnas de Hércules, más grande que Asia y África reunidas: un continente, rodeado por el Océano.
Afuera está ese mar verdadero, y la tierra que lo rodea y que puede llamarse verdaderamente, en el sentido propio del término, un continente. Ahora bien, en esa isla Atlántida los reyes habían formado un grande y maravilloso imperio.
La ciudad según Solón debía su nacimiento y su vida a la diosa Atenea. La isla del Oeste los debía al dios de las aguas profundas, a Poseidón. Los hijos de Poseidón invadieron el mundo de Atenea. Las fuerzas de la devastación, las flotas del Océano traspasaron los límites del mundo ateniense. Trasponiendo las Columnas de Hércules, llegaron al Mediterráneo. "Por su fuerza de alma y por el arte militar", las fuerzas de la sabiduría -los atenienses- los rechazaron hasta ese mismo Océano donde el choque de los elementos lo sepultó todo en un terremoto y en espantosos cataclismos. El cuarto continente abismado así en las aguas era la Atlántida. Al hundirse, dejó un nombre al Océano. "Ese océano de allá es difícil e inexplorable por el obstáculo de los fondos limosos y muy bajos que, al hundirse, depositó la isla."
Platón volverá a ello en Critias, el Atlántico presenta a los navegantes el obstáculo infranqueable de un fondo lodoso, vestigio del continente sumergido donde Poseidón había establecido a los hijos que había tenido de una mortal E inventará para ese imperio de las aguas y para sus dueños una genealogía, una geografía y una historia cuya precisión basta para denunciar su ironía. Observemos que Platón en cambio no se azora en absoluto con la contradicción que crea con una isla que rodea el mar. El modelo mediterráneo se le impone aquí. La isla es una manera de hablar. Del mismo modo, el filósofo no explica cómo los fondos lodosos impiden navegar: sin duda quiere hablar de bajos fondos. Lo esencial no está en la anécdota.
Del relato fundamental, nadie sabrá nunca lo que proviene de una tradición y lo que concibió el autor del Timeo. Es evidente de todos modos que Platón construyó, más que una descripción de las tierras emergidas, una filosofía de los espacios políticos. La Atlántida es una Asia del Oeste, una Asia de las Aguas, una Asia d el Mal. Se inclina al oeste por un peligro vencido -y un asalto castigado-, el peligro oriental al que en el Ágora, desde las guerras médicas, saben dar un nombre: Persia. Platón no nos engaña al hacer del relato del enfrentamiento un eco de un relato célebre: el que Esquilo, en el siglo precedente, confía, en LDS persas, al mensajero de Atenas. La Atlántida es la Persia del Oeste. Da a la ciudad colonizadora la buena conciencia ideológica de una ciudad liberadora.
Todo eso podría no ser más que un mito o una parábola. Pero la Atlántida no dejará ya de torturar a los espíritus, siempre en el trasfondo de todas las incomprensiones de un mundo rodeado de lo desconocido. El espíritu se conforma difícilmente con el vado que parece ser para el mundo de los hombres ese océano sin tierras. La gente se preguntará durante dos milenios si no queda de veras nada de la Atlántida.
Desde la Antigüedad se han hecho preguntas. Atenas se divide. Aristóteles y Eratóstenes niegan la Atlántida y no ven más que una fábula en la historia narrada por Platón. Si hemos de creer a Estrabón, Posidonio es menos categórico: "La tradición relativa a esa isla bien podría no ser sino una simple ficción." En Alejandría, se verá en la Atlántida una realidad tomada por alegoría.
Su herencia bíblica lleva a la Edad Media a otras suputaciones. Al inscribir a Platón en la posteridad espiritual de Moisés, los primeros Padres de la Iglesia dejaron la vía libre a todas las interpretaciones. La Atlántida víctima del Diluvio toma su lugar en la Historia Sagrada. ¿Ha terminado de refluir el Diluvio? ¿No tiene Cristo "otras ovejas, que no son de este redil?" ¿No es la tierra perdida aquella de donde vendrá el Anticristo? ¿No es la Atlántida, al Oeste, la contrapartida de ese Paraíso terrenal que se sigue buscando al este del mundo conocido? ¿No está ligada a ese reino de Preste Juan que parece ser la posteridad de un mundo mucho tiempo cortado de ese que ha acabado de hacer su propio inventario alrededor del Mediterráneo?
Oriente y Occidente se mezclan hasta tal punto en la investigación, que el griego Cosmas Indicopleustes niega en el siglo VI una Atlántida del Oesteque no tenga su lugar en la Salvación del mundo, sin descartarla por ello de un Oriente donde la integra bien que mal en la herencia de Moisés.
"Los grandes descubrimientos", Jean Favier. Fondo de Cultura Económico.
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