lunes, 20 de septiembre de 2010

La muerte cerebral

La técnica médica actual permite conocer en qué momento se pierde completamente y para siempre la capacidad de conciencia del paciente, y se da por tanto, la muerte cerebral, aunque no se haya producido la parada cardiorespiratoria.

Durante siglos, las culturas primitivas asociaron la muerte a la simple ausencia de movimiento. Estaba muerto lo que no se movía. Mucho más tarde, algunas sociedades precientíficas, relacionaron la muerte con la ausencia de respiración, llegando a asociar el aliento exhalado con la fuente de la vida. Morir era, para estas culturas, dejar de respirar. Otras sociedades, sin embargo, llegaron a asociar el fin de la vida con la interrupción del latido cardíaco. El hombre moría cuando el corazón se detenía. Se llegó, incluso, a situar el alma en el corazón, de tal manera que cuando este dejaba de latir, aquella abandonaba el cuerpo.

El desarrollo de la ciencia fue confirmando estas intuiciones. De esta manera se fue asentando durante años la creencia científica de que las funciones cardiaca y respiratoria eran el elemento constitutivo y esencial de la vida humana, y que su finalización equivalía, por lo tanto a la muerte. Dos descubrimientos científicos, ocurridos en la mitad del siglo XX, vinieron a poner en duda estas falsas certezas.

En primer lugar, el descubrimiento de la reversibilidad de las paradas cardiorespiratorias. Efectivamente, hoy sabemos que la interrupción de las funciones cardiaca y respiratoria puede ser reversible. La medicina está hoy en condiciones de recuperar el latido cardiaco y la reaspiración, hasta varias horas después de su detención: siempre que las maniobras de reanimación se inicien pronto. Es la conocida resucitación cardiopulmonar. Este descubrimiento, aparte de salvar muchas vidas, sirvió para poner en crisis la relación entre el paro cardiorrespiratorio y la muerte. Si podemos recuperar el latido del corazón y la respiración, y el enfermo sale vivo del trance, resulta evidente que no llegó a estar muerto, puesto que la muerte, por definición, es un pro- ceso irreversible. E1 descubrimiento de la reversibilidad de la parada cardiorrespiratoria, y la extensión de las prácticas de resucitación cardiopulmonar, pusieron, además, en evidencia que existía un elemento determinante que condicionaba la irrecuperabilidad del enfermo para la vida: las lesiones cerebrales irreversibles, deriva- das de la ausencia de flujo sanguíneo al sistema nervioso central.

En segundo lugar, el nacimiento de la medicina intensiva que permitió, progresivamente, avanzar en el desarrollo de técnicas de sustitución de las funciones orgánicas deterioradas o perdidas: la respiración, el trabajo cardiaco, la alimentación, la función renal... Efectivamente, hoy la medicina es capaz de mantener artificialmente de forma prolongada, entre otras, las funciones respiratoria y cardiaca, lo que refuerza la evidencia de que no se asienta en ellas, la esencia de la vida humana. El mantenimiento artificial de las funciones cardiaca y respiratoria, las desplazó, definitivamente, de la definición de muerte, por lo que se hizo imprescindible encontrar nuevos criterios que determinaran cuándo un ser humano había dejado de existir, para evitar su mantenimiento indefinido e innecesario, una vez muerto.

La respuesta a todas las preguntas que estos dos descubrimientos científicos provocaron, estaba en la neurología. Si algo define al ser humano es su capacidad de conciencia. Su capacidad de percibir, de sentir, de aprender, de recordar, de imaginar, de soñar... Su capacidad para reconocerse y para relacionarse. Su capacidad para saber que existe, para saber que esté en el mundo y para, desde ambas certezas, interaccionar con su entorno. Cuando se pierde de forma completa y permanente cualquier capacidad de conciencia, el ser humano ha dejado de existir, ha muerto. Esta definición ya aceptada, completamente y sin reservas, por la ciencia médica y progresivamente por la sociedad. ¿O alguien puede pensar que sigue vivo un accidentado que ha perdido la masa cerebral como consecuencia del traumatismo, si conseguimos mantener, artificialmente, el latido cardiaco y su respiración?

La función de la conciencia asienta, como todas las funciones somáticas, en un órgano. Es e encéfalo, particularmente en dos de sus estructuras: la corteza cerebral y el tronco encefálico. Hoy estamos en condiciones de medir, a través de una serie de exploraciones y técnicas, las funciones de la corteza cerebral y del tronco y de conocer en qué momento ambas han cesado total y definitivamente. La exploración más conocida y utilizada es el electroencefalograma, pero existen muchas otras. Esta medición nos permite saber en qué momento se pierde completamente y para siempre la capacidad de conciencia del paciente, y por lo tanto determinar su muerte. Es la denominada muerte cerebral o mas apropiadamente muerte encefálica.

La muerte del cerebro es la muerte del individuo. Esta es una realidad científica que poco a poco vamos integrando en nuestro substrato cultural y psicológico. Si la vida nos enfrenta a la difícil experiencia de ver morir a un familiar en estas condiciones, podremos, en un gesto de infinita generosidad, dar a otros la vida que nuestro ser querido ha perdido. Ojalá nadie deje de hacerlo.

Normalmente, la mal denominada muerte somática (parada cardiorrespiratoria, más bien) y la muerte cerebral, van unidas. Ambas se provocan una a la otra. La muerte somática produce en pocos minutos la muerte encefálica y viceversa. Sin embargo, en ciertas situaciones, se produce la muerte encefálica, previamente a la somática, y con ciertas técnicas médicas, estamos en condiciones de mantener durante unas horas las constantes cardiaca y respiratoria, y secundariamente el funcionamiento de los principales órganos. Es durante estas horas de oro, cuando se puede realizar una donación de órganos. El enfermo ha muerto pero artificialmente mantenemos en funcionamiento sus principales órganos, que se pueden convertir en un preciado regalo para otro paciente.


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