En torno al solsticio de invierno los romanos celebraban una de sus fiestas más gratas, las Saturnales, en honor de Saturno, divinidad agrícola protectora de sembrados y garante de cosechas. Prestigiaba la memoria de este dios (que andando el tiempo habría de identificarse con el Crono helénico y el púnico Baal) su papel como señor del universo en la mítica Edad de Oro, cuando dioses y hombres convivían en libertad y gozosa armonía en una naturaleza de infinita generosidad. Por tales y otros méritos en pro del bienestar se le erigió un templo en el Foro, al pie del Capitolio, que sería depositario (cual signo de la prosperidad del Estado) del Tesoro Público, bajo la atenta vigilancia de los cuestores. Allí la estatua imponente de este dios barbudo, que blandía una hoz en la mano, sufría un singular cautiverio, pues una cinta de lana, a modo de grillete, rodeaba el pedestal de la estatua para impedir que abandonase Roma y la privase de su buena sombra. Sólo al llegar las Saturnales quedaba libre de las ligaduras. Al decir del escritor Macrobio (ss. IV-V d. C.), esta liberación simbolizaba la irrupción hacia la luz de la vida humana después de diez meses de gestación (decembris era el décimo mes en el calendario de Rómulo y diez meses duraba el embarazo en cómputo inclusivo), período en que la simiente había permanecido sujeta por las suaves cadenas de la naturaleza. Simbolismo humano o agrícola, lo cierto es que el dios merecía moverse a sus anchas en los días a él consagrados. +
Hasta la dictadura de Julio César, la fiesta se celebraba el 17 de diciembre, día en que los senadores y los caballeros romanos, aderezados con sus togas ceremoniales, ofrendaban al dios un gran sacrificio, seguido, como era costumbre, de un banquete público que culminaba con el grito de Io Saturnalia. Pero el gran estratega debió de considerar que una sola jornada era escasa honra, y prolongó las Saturnales hasta el día 19. Siguieron su ejemplo Augusto y Calígula, que añadieron sendos días, y Domiciano cerró la ampliación el día 23 de diciembre. Por tanto, a finales del s. I d. C. las Saturnales duraban una semana completa, consagrada especialmente al regocijo y la convivencia. Contribuía a ello la suspensión de numerosas actividades públicas: la escuela, el Senado y los tribunales de justicia interrumpían sus funciones; se liberaba a los prisioneros, que agradecidos depositaban las cadenas en el templo de Saturno; y hasta se aplazaba la ejecución de las penas capitales. Los romanos intercambiaban regalos y visitaban a amigos y familiares. Eran fiestas de excepcional permisividad, pues actitudes prohibidas o inusitadas durante el resto del año recibían licencia en las Saturnales. Dormitaba, por ejemplo, la ley, severísima, sobre los juegos de azar, y los romanos veían crecer o mermar su patrimonio en el juego de los dados, las tabas y la lotería. Pero nada más llamativo (y carnavalesco) que el protagonismo que adquirían los esclavos. Durante estas jornadas vestían las ropas de sus señores, que les servían en la mesa, mientras ellos despotricaban contra sus dueños sin temor a castigo alguno. Esta inversión de la jerarquía social ha quedado reflejada en la imagen que adorna el mes de diciembre en el calendario litúrgico (ca. 354) de Furio Dionisio Filocalo, donde se aprecian, como motivos evocadores, unos dados en la mesa y una inscripción marginal que reza: «Ahora, esclavo, se te permite jugar con tu señor».
Terminaban las Saturnales, según lo dicho, el 23 de diciembre. Pero he aquí que en el año 274 el emperador Aureliano, preocupado por el sincretismo religioso, introdujo el culto siríaco del Sol Invicto, cuyo natalicio se celebraba el 25 de diciembre, cuando el sol, superado el solsticio, recobra su poderío de luz en los días. En él reconocieron casi todas las sectas a su suprema divinidad, especialmente los muchos seguidores de Mitra. La turba de dioses, propios y extraños, que había hallado acogida en Roma acabaría reduciéndose a este «Sol Señor del Imperio Romano». Esta suerte de monoteísmo solar, cuyo culto había estado precedido por las fiestas en honor de Saturno, allanó el camino al Cristianismo no sólo para establecer (por oposición al paganismo) la fecha del natalicio de Jesucristo, sol de justicia, sino también para la celebración de unas fiestas prolongadas en las que, como los romanos de entonces, los cristianos de ahora se afanan en compartir la alegría, aumentar la hacienda y cumplir con los regalos, a la vez que se entregan con desenfreno a opíparas mesas.
Terminaban las Saturnales, según lo dicho, el 23 de diciembre. Pero he aquí que en el año 274 el emperador Aureliano, preocupado por el sincretismo religioso, introdujo el culto siríaco del Sol Invicto, cuyo natalicio se celebraba el 25 de diciembre, cuando el sol, superado el solsticio, recobra su poderío de luz en los días. En él reconocieron casi todas las sectas a su suprema divinidad, especialmente los muchos seguidores de Mitra. La turba de dioses, propios y extraños, que había hallado acogida en Roma acabaría reduciéndose a este «Sol Señor del Imperio Romano». Esta suerte de monoteísmo solar, cuyo culto había estado precedido por las fiestas en honor de Saturno, allanó el camino al Cristianismo no sólo para establecer (por oposición al paganismo) la fecha del natalicio de Jesucristo, sol de justicia, sino también para la celebración de unas fiestas prolongadas en las que, como los romanos de entonces, los cristianos de ahora se afanan en compartir la alegría, aumentar la hacienda y cumplir con los regalos, a la vez que se entregan con desenfreno a opíparas mesas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario